Seguramente habrás escuchado de la teoría del cerebro triuno que penosamente algunos médicos, psicólogos y docentes continúan utilizando como referencia.
Aquí te explicamos porque esa teoría no cuenta con evidencia, no es valida para la neurociencia y es totalmente obsoleta e inadecuada.
La idea del cerebro de tres capas fue propuesta por diversos científicos a lo largo de los años y formalizada a mediados del siglo XX por un médico llamado Paul MacLean. Este concibió un cerebro estructurado como la batalla de Platón y confirmó su hipótesis utilizando la mejor tecnología disponible en aquel momento: la inspección visual. Esta implicaba observar a través de un microscopio los cerebros de varios lagartos y mamíferos muertos, incluidos humanos, e identificar sus similitudes y diferencias solo con la vista. MacLean determinó que el cerebro humano tenía un conjunto de partes nuevas de las que carecían los cerebros de otros mamíferos, a las que llamó neocórtex. También llegó a la conclusión de que los cerebros de los mamíferos poseían un conjunto de partes que no tenían los cerebros de los reptiles y les dio el nombre de cerebro emocional. Así nació un relato sobre el origen humano.
La historia de MacLean sobre el cerebro trino cobró fuerza en ciertos sectores de la comunidad científica. Sus especulaciones eran sencillas, elegantes y aparentemente coherentes con las ideas de Charles Darwin sobre la evolución de la cognición humana. En su libro El origen del hombre, Darwin afirmaba que la mente humana había evolucionado junto con el cuerpo y, en consecuencia, cada uno de nosotros albergaba una bestia interior ancestral a la que domesticábamos mediante el pensamiento racional.
En 1977, el astrónomo Carl Sagan popularizó la idea del cerebro trino en su libro “Los dragones del Edén”, que ganó un premio Pulitzer. Hoy en día, las expresiones como cerebro reptiliano y cerebro emocional campan a sus anchas en libros de divulgación científica y artículos de periódicos y revistas.
Un hecho menos conocido es que “Los dragones del Edén” apareció cuando los expertos en la evolución del cerebro ya tenían sólidas evidencias de que la historia del cerebro trino era incorrecta; eran evidencias ocultas a simple vista que residían en la composición molecular de las células cerebrales llamadas neuronas. En la década de 1990 los expertos ya habían rechazado por completo la idea del cerebro de tres capas: simplemente dejó de sostenerse cuando analizaron las neuronas con herramientas más sofisticadas.
En la época de MacLean, los científicos comparaban el cerebro de un animal con el de otro inyectándoles una tintura, cortándolos en finas rodajas como si fuera fiambre, y entornando los ojos para observar las rodajas teñidas a través de un microscopio. Los neurocientíficos que hoy estudian la evolución del cerebro todavía hacen eso, pero también utilizan otros métodos más novedosos que les permiten mirar dentro de las neuronas y examinar los genes que contienen. De ese modo han descubierto que las neuronas de dos especies de animales pueden parecer muy distintas pero aun así contener los mismos genes, lo que sugiere que esas neuronas tienen el mismo origen evolutivo. Si encontramos los mismos genes en ciertas neuronas humanas y de rata, por ejemplo, entonces lo más probable es que hubiera neuronas similares con dichos genes presentes en nuestro último ancestro común.
Utilizando estos métodos, los científicos han descubierto que la evolución no añade capas a la anatomía del cerebro como si fueran capas geológicas de roca sedimentaria. Pero el hecho es que los cerebros humanos son manifiestamente distintos de los cerebros de las ratas; entonces, ¿en qué se diferencian exactamente nuestros cerebros, si no es mediante la adición de capas?
Resulta que, a medida que los cerebros se hacen más grandes a lo largo del tiempo evolutivo, su estructura se reorganiza.
Nuestro cerebro tiene cuatro grupos de neuronas, o regiones cerebrales, que nos permiten percibir los movimientos del cuerpo y contribuyen a crear el sentido del tacto. El conjunto de estas regiones cerebrales se conoce como corteza soma-tosensorial primaria.
En el cerebro de la rata, en cambio, la corteza somatosensorial primaria está compuesta de una única región que realiza esas mismas tareas. Si nos limitáramos a examinar un cerebro humano y uno de rata a simple vista, como hizo MacLean, podríamos llegar a creer que las ratas carecen de tres regiones somatosensoriales que se encuentran en el cerebro humano, y, en consecuencia, podríamos concluir que esas tres regiones han evolucionado recientemente en los humanos y deben de tener nuevas funciones específicas de estos últimos. Sin embargo, los científicos han descubierto que nuestras cuatro regiones y la única región de la rata contienen una buena parte de los mismos genes. Este jugoso dato plantea una idea sobre la evolución: que el último ancestro común de los humanos y los roedores, que vivió hace unos sesenta y seis millones de años, probablemente tenía una única región somatosensorial que realizaba algunas de las funciones que nuestras cuatro regiones realizan hoy. Aquella región única probablemente se expandió y subdividió para redistribuir sus responsabilidades a medida que nuestros antepasados fueron desarrollando cuerpos y cerebros más grandes. Esta configuración de las regiones cerebrales —consistente primero en segregar y luego en integrar—crea un cerebro más complejo, capaz de controlar a su vez un cuerpo también más complejo y de mayor tamaño.
Comparar cerebros de diferentes especies para descubrir qué similitudes tienen es un asunto delicado, puesto que los caminos de la evolución son tortuosos e impredecibles. Lo que se ve no es siempre lo que hay. Partes que parecen distintas a simple vista pueden ser genéticamente parecidas y partes que difieren genéticamente pueden parecen muy similares. Y aunque se encuentren los mismos genes en el cerebro de dos animales distintos, esos genes pueden tener diferentes funciones.
Gracias a diversas investigaciones recientes en genética molecular, hoy sabemos que los reptiles y los mamíferos no humanos tienen los mismos tipos de neuronas que los humanos, incluso aquellas que configuran nuestro mítico neocórtex. Los cerebros humanos no evolucionaron a partir de los cerebros de los reptiles desarrollando partes adicionales para albergar la emoción y la racionalidad. En cambio, sucedió algo más interesante.
Recientemente los científicos han descubierto que los cerebros de todos los mamíferos están construidos a partir de un único «plan de fabricación», y es muy probable que los de los reptiles y otros vertebrados también obedezcan a ese mismo plan.
Muchas personas, entre ellas numerosos neurocientíficos, todavía no están familiarizadas con este trabajo, y quienes lo conocen apenas están empezando a comprender sus implicaciones.
Ese plan común de fabricación del cerebro se pone en marcha poco después de la concepción, cuando el embrión empieza a producir neuronas. Las neuronas que configuran el cerebro de un mamífero se crean en un orden sorprendentemente predecible. Ese orden es el mismo en ratones, ratas, perros, gatos, caballos, osos hormigueros, humanos y todas las demás especies de mamíferos estudiadas hasta ahora, y las pruebas genéticas apuntan firmemente a que también se da en los reptiles, las aves y algunos peces. En efecto, según nuestro conocimiento científico más puntero tenemos el mismo plan cerebral que una lamprea chupasangre.
Si los cerebros de tantos vertebrados se desarrollan en el mismo orden, ¿por qué luego parecen tan diversos unos de otros? Pues porque el proceso de fabricación se desarrolla en etapas, y esas etapas tienen una duración distinta en las diferentes especies. Los componentes biológicos básicos son los mismos, lo que difiere son los tiempos del proceso. Por ejemplo, la etapa que produce las neuronas de la corteza cerebral en los humanos dura menos tiempo en los roedores y mucho menos aún en los lagartos; de ahí que nuestra corteza cerebral sea grande, la de un ratón más pequeña y la de una iguana minúscula (o inexistente: la cuestión es discutible).
Si pudiéramos introducirnos mágicamente en un embrión de lagarto y obligar a esa etapa a prolongarse para que durara lo mismo que en los humanos, produciría algo similar a una corteza cerebral humana (aunque no funcionaría como tal; el tamaño no lo es todo, ni siquiera para un cerebro).
De modo que el cerebro humano no tiene partes añadidas. Nuestras neuronas cerebrales pueden encontrarse en los cerebros de otros mamíferos y, probablemente, de otros vertebrados.
Este descubrimiento socava los fundamentos evolutivos de la historia del cerebro triuno.
¿Y qué ocurre con el resto de la historia, con lo de que el cerebro humano tiene una corteza cerebral inusualmente grande que nos convierte en el más racional de los animales? Bueno, es cierto que nuestra corteza cerebral es grande y se ha ido expandiendo a lo largo del tiempo evolutivo, y que eso nos permite hacer ciertas cosas un poco mejor que otros animales, pero la verdadera cuestión aquí es si la corteza cerebral humana se ha hecho más grande que la de otros animales en proporción al resto del cerebro. Por lo tanto, resulta científicamente más significativo preguntarse: ¿es nuestra corteza cerebral inusualmente grande teniendo en cuenta el tamaño general de nuestro cerebro?
Un cerebro grande con una corteza cerebral proporcionalmente grande no tendría nada de especial, y, de hecho, eso es exactamente lo que tenemos los humanos.
Todos los mamíferos tienen una corteza relativamente grande en un cerebro que también es relativamente grande en proporción al tamaño de su cuerpo. Nuestra corteza es solo una versión ampliada de la corteza relativamente más pequeña que se encuentra en monos no antropomorfos, en los chimpancés y en muchos carnívoros cuyo cerebro es también relativamente más pequeño. También es una versión reducida de la corteza de mayor tamaño que se encuentra en los cerebros —asimismo más grandes— de animales como los elefantes y las ballenas. Si el cerebro de un mono pudiera crecer hasta alcanzar el tamaño del cerebro de un humano, su corteza cerebral también tendría el mismo tamaño que la nuestra.
Los elefantes tienen mucha más corteza cerebral que nosotros, pero también la tendría un cerebro humano del tamaño del de un elefante.
El tamaño de nuestra corteza cerebral, pues, no resulta evolutivamente novedoso ni requiere ninguna explicación especial. El tamaño tampoco dice nada acerca de cuán racional es una determinada especie (de ser así, puede que los filósofos más famosos fueran Horton, Babar y Dumbo).
Los científicos e intelectuales occidentales concibieron la idea de la gran corteza racional y la han mantenido viva durante muchos años. Pero la verdadera historia es que en el transcurso de la evolución ciertos genes mutaron para hacer que determinadas etapas del desarrollo del cerebro se prolongaran durante más o menos tiempo, produciendo un cerebro con diversas partes proporcionalmente más grandes o más pequeñas. De modo que no tenemos un lagarto interior ni el cerebro emocional de una bestia y nuestro mal llamado neocórtex no es una parte nueva: muchos otros vertebrados desarrollan las mismas neuronas, que en algunos animales se organizan formando una corteza cerebral si las etapas clave duran lo suficiente.
Todo lo que el lector pueda leer o escuchar que proclame que el neocórtex, la corteza cerebral o la corteza prefrontal humanos constituyen la raíz de la racionalidad, o que afirme que el lóbulo frontal regula las llamadas áreas cerebrales emocionales para mantener a raya el comportamiento irracional, resulta sencillamente obsoleto o lamentablemente incompleto. La idea del cerebro triuno y su batalla épica entre la emoción, el instinto y la racionalidad no es más que un mito moderno.
Si bien es cierto que somos el único animal capaz de construir rascacielos e inventar cosas, esas habilidades no se deben únicamente a nuestros grandes ce-rebros. Además, otros animales han desarrollado habilidades que superan las nuestras de manera significativa. Nosotros no tenemos alas para volar;
no podemos levantar cincuenta veces nuestro propio peso; no podemos regenerar las partes amputadas de nuestro cuerpo: para nosotros tales habilidades serían como los poderes de los superhéroes, pero en cambio son lo más normal del mundo para otras criaturas supuestamente inferiores. Incluso las bacterias tienen más talento que nosotros en ciertas tareas, como sobrevivir en entornos hostiles y desconocidos como el espacio exterior o el interior de nuestros intestinos.
La selección natural no nos eligió como objetivo; solo somos un tipo de animal interesante con peculiares adaptaciones que nos ayudaron a sobrevivir y reproducirnos en entornos concretos.
Los demás animales no son inferiores a los humanos. Están excepcional y eficazmente adaptados a sus propios entornos. Nuestro cerebro no está más evolucionado que el de una rata o el de un lagarto: solo ha evolucionado de manera distinta.
Si esto es así, ¿por qué el mito del cerebro triuno sigue siendo tan popular? ¿Por qué los libros de texto universitarios siguen describiendo el cerebro humano y afirmando que está regulado por la corteza cerebral? ¿Por qué sigue habiendo costosos cursos de formación para ejecutivos que enseñan a los directivos de las empresas a controlar sus cerebros reptilianos si los expertos en evolución cerebral descartaron esas ideas ya hace décadas? En parte, ello se debe a que esos expertos carecen de un buen departamento de relaciones públicas. Pero la causa principal es que el relato del cerebro triuno nos resulta especialmente reconfortante. Con nuestra capacidad única de pensamiento racional —cuenta la historia—, triunfamos sobre nuestra naturaleza animal y ahora dominamos el planeta. Creer en el cerebro trino es otorgarnos a nosotros mismos el primer premio a la Mejor Especie.
La idea de la guerra de Platón, con la racionalidad enfrentada a la emoción y el instinto, ha sido durante mucho tiempo la mejor explicación de nuestro comportamiento en la cultura occidental.
Si uno regula sus instintos y emociones de manera apropiada, se dice que su comportamiento es racional y responsable. Si elige no actuar racionalmente, su comportamiento puede calificarse de inmoral; y si simplemente no puede hacerlo se le considera un enfermo mental.
Pero ¿qué es, en cualquier caso, el comportamiento racional? Tradicionalmente es la ausencia de emoción: el pensamiento se considera racional, mientras que la emoción es supuestamente irracional. Pero eso no es necesariamente así. A veces la emoción es racional, como cuando uno siente miedo porque se halla en peligro inminente. Y a veces tampoco el pensamiento es racional, como cuando uno dedica horas y horas a navegar por las redes sociales y se dice a sí mismo que antes o después encontrará algo interesante.
Quizá la mejor forma de definir la racionalidad sea en términos de la función más importante del cerebro: controlar el presupuesto corporal; es decir, la gestión del agua, la sal, la glucosa y otros recursos corporales que utilizamos todos los días.
Desde esta perspectiva, la racionalidad implica gastar o ahorrar recursos para tener éxito en nuestro entorno inmediato. Supongamos que nos hallamos en una situación en que corremos un peligro físico y nuestro cerebro nos prepara para huir. Da instrucciones a las glándulas suprarrenales, que se encuentran encima de los riñones, para que nos inunden de cortisol, una hormona que proporciona una rápida explosión de energía.
Desde la perspectiva del cerebro triuno, ese subidón de cortisol es instintivo, no racional; pero desde la perspectiva del presupuesto corporal, en cambio, es racional, en tanto nuestro cerebro está invirtiendo sabiamente en nuestra supervivencia y en la existencia de nuestra descendencia potencial.
Si no hubiera peligro y nuestro cuerpo se preparara para huir de todos modos, ¿sería un comportamiento irracional? Depende del contexto. Imagine el caso de un soldado que se encuentra en una zona de guerra, donde regularmente surgen amenazas. Resulta apropiado que su cerebro prediga amenazas con frecuencia. A veces, este puede hacer una suposición incorrecta e inundarle de cortisol cuando en realidad no hay peligro. En cierto sentido, podríamos considerar esa falsa alarma un derroche innecesario de recursos que pueden necesitarse más adelante y, por lo tanto, una conducta irracional. En una zona de guerra, en cambio, esa misma falsa alarma puede ser racional desde la perspectiva del presupuesto corporal. Es posible que en ese momento uno desperdicie un poco de glucosa u otros recursos, pero a la larga tendrá más probabilidades de sobrevivir.
Si el soldado vuelve a casa después de la guerra y pasa a encontrarse en un entorno más seguro, pero su cerebro sigue emitiendo falsas alarmas, como ocurre en el trastorno de estrés postraumático, ese comportamiento aún podría considerarse racional. Su cerebro le está protegiendo de amenazas que cree que están presentes a pesar de que el frecuente consumo de recursos diezma su presupuesto corporal. El problema son las creencias del cerebro: estas no encajan en el nuevo entorno del soldado, y su cerebro aún no se ha adaptado a ello. De manera que lo que denominamos enfermedad mental puede ser muy bien un presupuesto corporal racional a corto plazo que no está en sintonía con el entorno inmediato, las necesidades de otras personas o nuestros propios intereses futuros.
El comportamiento racional, pues, implica hacer una sabia inversión presupuestaria corporal en una situación determinada. Cuando realizamos un ejercicio intenso, podemos experimentar un subidón de cortisol en el torrente sanguíneo que puede resultarnos desagradable, pero consideramos el ejercicio como algo racional porque resulta beneficioso para nuestra salud futura. También el subidón de cortisol que experimentamos cuando recibimos una crítica de un compañero de trabajo puede ser racional, en tanto permite que dispongamos de una mayor cantidad de glucosa, lo que nos facilita aprender algo nuevo.
Estas ideas, si se toman en serio, podrían sacudir los cimientos de todo tipo de instituciones sacrosantas de nuestra sociedad. En el mundo del derecho, por ejemplo, los abogados alegan que las emociones de sus clientes nublaron su razón en el calor de la pasión, y, por lo tanto, estos no son plenamente culpables de sus actos. Pero sentirse angustiado no es una prueba de irracionalidad ni de que nuestro presunto cerebro emocional se haya apropiado de nuestro supuesto cerebro racional.
La angustia puede ser una prueba de que todo el cerebro está gastando recursos para obtener una recompensa anticipada.
Muchas otras instituciones sociales están imbuidas de la noción de una mente en guerra consigo misma. En economía, los modelos de comportamiento de los inversores parten del supuesto de una clara distinción entre lo racional y lo emocional. En política, tenemos líderes con claros conflictos de intereses —como haber formado parte en el pasado de grupos de presión en favor de las mismas industrias que ahora se encargan de supervisar— que creen que pueden aparcar fácilmente sus emociones y tomar decisiones racionales por el bien de la ciudadanía. Bajo estas nobles ideas subyace el mito del cerebro trino.
Tenemos un cerebro, no tres. Para superar la idea de la antigua batalla platónica puede que necesitemos repensar básicamente qué significa ser racional, qué significa ser responsable de nuestras acciones y, tal vez incluso, qué significa ser humano.
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